Alek O., L’impero delle luci

Victor

Si se llamase verdaderamente así, Victor, o si fuese un hombre o una mujer, niño u hombre centenario, si fuese una especie de dios, o simplemente un humano,  olvidado y jorobado por el paso del tiempo, como todos nosotros, nadie lo sabía.

Victor, se dice, se cuenta, él es el que Consigue-las-cosas (Naset-Koast’t), el Recolector (Bijrigiri), el Niño mágico (Xilumium pronj’t), el Viejo que llama a la puerta suavemente (Zan’jèe), la Niña que hace que las nubes se muevan (Bul’kerat).

Victor es uno de nuestros sueños típicos, lugares sin importancia, donde los cuentos nacen y mueren tan rápido como lo hacen los hombres, y dejan rastro en las profundidades densas de las jarras de cerveza, nuestros únicos registros oficiales, cuando somos capaces de leerlos. A nuestros corazones les gusta recitar y olvidar, a menudo y rápidamente.

 

Maj’nà, una de las nuestras, soñó que estaba en la casa de Victor antes de ayer, una noche en la que la luna todo lo iluminaba.

Él no estaba en casa, dijo ella, estaba fuera, recogiendo, llamando, sosteniendo la luna alta y brillante, para poder tener luz suficiente.

Maj’nà comenzó a deambular, con las luces en sus pies, en ese desierto maravilloso.

Había infinitas cosas a su alrededor, dijo, cosas encima de otras, en el suelo, ordenadas y desordenadas, de una manera bastante familiar por lo que no podía distinguirlas completamente. Todo estaba unido formando un desorden total de habitaciones sin techo. Arriba en el cielo, la lámpara altísima de la luna: luz cremosa, sombras violetas.

En un punto vio, saliendo de una pila de telas y camisas, un lazo de colores: en ese mismo momento ella se dio cuenta de que era ella quien había perdido ese lazo, pero ¿cuándo lo perdió? ¿hace diez años? ¿quince? Era un lazo rojo y verde, muy llamativo. Ella tiró fuerte del lazo, para verlo y escuchó una especie de traqueteo. Con un chirrido espeluznante, las paredes se derrumbaron. Ella empezó a correr y correr y fuera de su ángulo de visión, vio de refilón todas las cosas cayéndose detrás de ella:  el perchero tirado a la basura años atrás, la alfombra y todo el polvo del salón estaba ahora transformándose en tormenta; guantes sin pareja, blanco negro rojo verde amarillo, giraban en un enorme vórtice; los relojes y los miles, los cientos de segundos perdidos, las pilas cambiadas, la manillas del reloj móviles (con la luz del día se ahorra tiempo, en invierno), los tic-tacs, del primero al último, las cuentas atrás, los años pasados, el teléfono móvil del año 2000, con una pequeña antena, el que vino después, compacto, con el Tetris y los sms de él, ella los guardó celosamente; los ordenadores, las televisiones y sus paquetes de polietileno, el vídeo y las cintas con grabaciones de canciones que sonaban en la radio; una montaña de toallas de playa, las conchas recogidas en la playa, las plantas de jardín, las hojas que había recogido,  del suelo, cuidadosamente puestas en un libro para secarlas y luego bajo un cristal, con un pequeño marco, dándole la bienvenida;  los felpudos, uno después del otro: benvenuto-welcome-rombos-rayas-puntos; la lámpara de cristal, con todas sus bombillas cambiadas, vibrante como una coágulo de estrellas, cálida, fría, blanca, perfecta, la escuchó estrellarse  en el suelo en diminutos añicos; las llaves de casa y su beso de despedida antes de partir; las puertas cerradas y abiertas millones de veces, cerradas ciudadosamente, cerradas para bien, golpeadas por el viento; esos días cuando soplaba ruidoso entre las herramientas y golpeaba las bisagras; la lluvia en los cristales, los rastros oscuros, las líneas oblicuas, las lágrimas; el paraguas amarillo, fucsia, de estampado floral, y el paraguas negro; como un funeral en el que hay una tormenta, todo se perdió, uno detrás de otro, ahora todo presente, muy colorido, volando, dijo; las cortinas y el sol que quema, y ese última mañana de verano, cuando él se fue.

Corría sin descanso y descendía impaciente,  como suele pasar en los sueños y corriendo y bajando llegó a la luna resplandeciente. Maj’nà se volvió y desde el balcón más bello vio su planeta abajo, dijo, sus cosas, de la primera a la última, todavía caían y giraban. Todas sus cosas y todo su tiempo.

Esa era su vida, un laberinto muy parecido a Zenji’laarj’s, nos dijo, afectada, mostrando esas tazas y desplegando textos intocables. Y como ella estaba allí en la redonda y plana luna, finalmente sintió la luz, distante.

Se despertó y permaneció durante un instante entre esos dos mundos.

Se lavó la cara y se miró en el espejo, tenía un bonito pijama azul, dijo, y cuando vio una cinta saliendo del armario la cogió: “¡hey, aquí te escondías!; era roja y verde, muy llamativa, la colocó en su pelo. Se miró atentamente y como si se tratase de una vieja costumbre abrió su boca para decir hola a quien estaba a su lado sonriendo: “Buenos días Victor”, dijo.

Matteo Rubbi.

Texto procedente del dossier de prensa de la exposición, traducido del inglés por Cristina Blanco.

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